Abstract
A principios de la década de los ochenta se originó un movimiento que justificado
en muchos de los elementos internos y externos, demanda de las universidades
una contribución más directa al desarrollo socioeconómico. En consecuencia, las
universidades que durante varias décadas habían sido un entorno relativamente
aislado de la sociedad, con una financiación asegurada y una situación
privilegiada por el respeto a su autonomía, han experimentado profundos cambios
y transformaciones (Clark 1998; Gibbons et al. 1994; Slaughter y Leslie 1997 y
Ziman 1994). Etzkowitz (1990), ha equiparado estas transformaciones a la
emergencia de una “segunda revolución académica”5
que, al igual que la primera,
ha desembocado en la adopción por parte de la universidad de una nueva misión,
complementaria a las actividades tradicionales de docencia e investigación. MolasGallart et al. 2002, define esta “tercera misión” como todas aquellas actividades
relacionadas con la generación, uso, aplicación y explotación, fuera del ámbito
académico, del conocimiento y de otras capacidades de las que disponen las
universidades.
No obstante, es importante destacar en este punto que la universidad a lo largo de
su historia, siempre ha contribuido directa ó indirectamente al progreso de la
sociedad como un todo, esta función no ha sido el foco de sus misiones tal como
lo ha sido la enseñanza y la investigación. Hoy en día, sin embargo, las
actividades de “tercera misión” son vistas como una parte importante de las
funciones universitarias y con características distintivas que merecen disponer de
sus propios recursos y políticas, en busca de su efectivo funcionamiento (MolasGallart et al. 2002).